Se me acaban de caer los dedos.
Y esta mañana, tu cuerpo, que de noche se incendiaba y horadaban mis
guitarras, se apagó como se apagan tus ojos, marrones o negros, ya no
los recuerdo.
Tal vez la teve, o esta mirada culpable de mi soledad
presumida; o tus dedos que suben al cielo, y ahora son mis manos que se
hacen ilusión, o recóndito tesoro.
Pero se me caen los huesos.
No lloro por no consumirme la vida, que es lo menos precioso que tengo.
Tengo en cambio fallidos recuerdos, y ausencias de típicas angustias que una vez requirieron de ti para hacerse blusa.
Tengo eso y esta pesadez.
Ah, y estos nervios que se me caen.
No soy no soy un cariño. No soy no soy un esclavo. No soy no soy mañana que te cubre de pulpas y corazones.
Pero quizá sí y soy todo eso, ahora que se me han caídos los músculos.
Y dentro de ti, como puente de textos vulnerados, mi fe que se marchita se hace risa o cigarro, mediodía o fiebre.
Vamos a caminar.
Ya no tengo ya no tengo tejidos, ni pestes, solo soy fuego que se
eleva. Y que espera, serenamente, verter sangre en tu vientre, trozos de
nada, para arropar al bebé que vive en tus lentos amaneceres, que son,
de todas maneras, eso sí, la misma mañana que horadabas con tu ojos
marrones o negros, ya no los recuerdo.
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