Duermevela... Late el deseo, mientras allá a lo lejos
los barcos que se mantienen a raya zozobran.
Se impulsa el estival.
Como apetito que hierbe,
este eco fruncido, que no sabe ya reptar,
exculpa demandas de cariño intenso...
Hay un niño triste que mira desde
dentro del espejo;
y sus ojos están rotos, no rotos como un corazón,
sino verdaderamente rotos:
el melancólico color de sus iris
bajan por sus mejillas,
como si fueran a desembocar
en una hilarante sonrisa,
como un río fulgente de fracasos.
Y decrece el ámbito sosegado,
muy pronto la mañana se llena de lluvias.
Por la acera cruza un perro y deja sus orines,
los dispersa como quien aleja los barcos.
¿Y si fuera este el final de mi vida?,
se pregunta el padre, mientras coge el revólver.
El niño se despide de sus amigos,
se encierra otra vez en su habitación,
y decide, solo por esta vez,
convivir buenamente con sus demonios.
La madre solloza. Pero su llanto.
El niño la oye. No sabe qué decir.
Entonces cualquier cosa que sea más dulce
que el silencio sería mejor que cualquier píldora.
El padre trata de comer los delirios de Javier,
los imagina sucios como chocolate,
y ese hábito, esa pereza, la comunicación.
Los ensimismados salen a las calles,
se toman de las manos, se agrupan,
cantan loores a la bandera,
y así, atados, como tejidos por las venas,
se lanzan al barranco.
Allá abajo, donde los barcos
que se mantienen a raya zozobran,
la expectativa es grande:
les prometieron, por primera vez en el mundo,
la sonrisa de Dios, que los llenaría de gracia.
Y en cambio, todos lloran.
El niño decide caminar un poco,
usar esas dos extremidades
que, dicen los adultos, le regaló Dios
para caminar por el mundo.
¿Y si Dios no fuera más que esa imagen,
o esa tortura que pendula en mis pensamientos?,
de esta forma termina sus elucubraciones el padre,
luego su cerebro pretende adornar
el opaco sinsabor que lo acompañó
la vida entera. Cae el arma.
Y la noche también.
La perfección simultánea,
con su mágico terror.
Y los perros con sus ladridos que hieren,
la madrugada que esconde acápites de lujuria,
se inflexionan torvas ofuscaciones,
y el delito es enorme, tal vez la condena sea menor,
pero el peso de la conciencia.
¡Haber matado un hombre!
Mi madre a menudo lo hace, piensa el niño.
Y luego se mutila.
Pasan las horas. Y el gris del tiempo
y su maldita manía de cambiarlo todo,
cambian ahora esa mueca eterna
por un vacío espectral.
Uno nunca es lo que ellos pretenden,
dice la madre a su hijo.
Luego toma el arma del padre.
Los barcos gritan, ¡no te mueras, dios, no te mueras!
Pero dios ya cayó por el barranco.
Y el fiasco de la gente:
esperaban ver una sonrisa,
pero solo vieron la mueca de terror.
Por la noche, cuando todos lloran,
se eleva desde sus efluvios más dorados,
los alacranes sinceros,
y pican a los demás,
y todos dejan de llorar.
El niño les muestra el color de la muerte.
Y cuando nadie pretende ya saber qué es el infierno,
la madre ha abusado de las píldoras,
y a su vez, de su hijo han abusado los niños del colegio.
Por eso lo encontraron muerto a orillas del río:
así, con los pantalones abajo, sangrando,
con el épico grito y su lastimosa oración,
por si estás ahí, ven y mátalos.
Pero ellos eran más. Fueron una muchedumbre
de gentes cosidas por las venas. Y todos, sin turnarse,
es decir, todos a la vez, abusaron del niño.
Se llevaron hasta sus ojos.
Se llevaron también la inocencia y el color.
El niño se levanta.
Se seca la sangra. Cura sus heridas.
Come su corazón.
Se retira al interior de su Yo.
Revientan las pústulas religiosas.
Lleno de rencor, abre la puerta de su habitación
y suspira: No debí de haber salido hoy.
Duermevela... Las gotas, perfectas sincronadas,
como cromáticas efervescencias,
hacen zozobrar barcos enormes.
Pero el deseo, apagado y subyacente,
se guarda al interior del pérfido telón.
Muy adentro, como si rompieran un corazón,
palpitosas estuarias tempestades
abordan el ícono extático del viento.
Acechan los perros, y los muertos
estas vez abren las alas y huyen nadando.