sábado, 24 de agosto de 2013

Estancia

No es lo mismo esta mesura en tu boca, para callar el réquiem de tus lágrimas, y soplar en tu pecho, tratar de hacerte legible. Y esta denostada fiebre que me incapacita. Porque ya nada es lo mismo, ya no puedo salir corriendo y darme de golpes contra la pared, ni tumbarme en el jardín a contemplar, aterido, el impacto del sol, como cuestiones de saber. Ya no puedo salir. Todo está tan callado. Yo guardo un secreto, y guardo un motivo. Y además, con tu deseable ojo que nada ve ya, voy crispando, muerdo el anzuelo. Pero ya no puedo intuir, porque mi mamá se enoja si yo intuyo, dice que atraigo a la muerte con mi sonrisa. Me llamo muy pocas cosas las cosas que te recuerdan el dolor. Me enamoré de ti, la noche antes del despido, y pues, entre nosotros, uniremos las estrellas para recapacitar, mi perro, ese andrajo de cola que labraba en alemán, de la mano, los dos, como dos honrados mendigos, titubeando sobre la forma cómo morir, recorrimos América Latina, con su terror y su premodernidad. Y nuestra mustia tristeza. Y esta fiebre. Ya no sé darme golpes de pecho con un azadón, ni cortarme la piel con tus palabras. Ahora, la última manera de auto-lesionarme es mirarte a los ojos y saber que ya no soy yo ese ser que tanto te hizo reír. 

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