Como tantas cosas, tampoco me explico la
ineficacia de poder articular palabras, de escribirlas siquiera para
invitarte a salir, no solo al parque o a tomar un café, sino a salir y
explorar tu vida un poco copada de la mía. Así, tan iguales, pero en
distintas excepciones, así me apresuro por dibujarte en mis huesos, para
asirte y decirte que me eres necesaria como las alas que invento para
volar. Me encanta verte, me encanta saber que estás del otro lado,
leyendo lo que escribo, no
necesariamente para un personaje estricto, con sus neurosis bien
enfocadas, me encanta sobre todo saber que compartes el mundo conmigo.
Aunque casi ni me conoces, ni yo conozco tus hábitos ni tus tristezas,
al menos hemos compartido un segundo al día, recordándonos como dos
sujetos desentendidos de cotidianas presiones. Y al menos así, pedirte
que me regales un episodio de tu vida para abrir con mis llaves sendos
parajes para inmortalizar tu nombre, como quise hacerlo desde el final.
No soy no soy un tipo de esos que te pretenden, pero al menos viajar a
tu lado, acomedido de tus sueños, me hace vibrar, como vibro cuando me
miras o finges hacerlo, paranoias después. Y aunque la madrugada nunca
me hace bien, prefiero tu pelo largo y tus ojos pardos, sujetando mi
imagen de soñador despertando. Y yo te creo, desde tus labios
sofisticados hasta tus sueños latentes. Porque no hay final, por lo
menos no en esta historia de mirarte como siempre y sentir que estás en
una lista, y yo por lo menos ni soy turista en tu vientre ni en tu
cabeza. Así que me quedo con los sueños y los origenes, este pensamiento
taciturno que se vincula con esta extraña enfermedad de permanecer a tu
lado, aunque nos irritemos de tanto ya no más soportarnos.
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